Cuentos


Tres Amores de Primavera

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  • Abril 2020

Leonardo tocó la puerta con displicencia. Tenía el rostro cabizbajo. Volvió a tocar la puerta y esta vez lo hizo con cólera. En su mente un sueño casi inalcanzable lo sumía en una pena que prefería no sentir. Iba a patear con una fuerza brutal cuando fue detenido por el crujir de las bisagras que emitieron un ruido latoso.

­— ¿Qué te pasa Leo? —preguntó la madre mirándolo con extrañeza— un poco más y tumbas la puerta.

Leonardo bajó la cabeza, avergonzado y corrió a su habitación. Tiró sus cuadernos sobre la cama y se puso a llorar, primero como evitando que su madre lo escuchase y luego tratando de propiciar lo planeado. —Era la voz de su madre que se acercaba para indagar sobre su llanto— ¿Te pegaron en la escuela?

—No —contestó Leonardo, conteniendo las lágrimas.

—¿Y entonces? ¿Por qué lloras?

—No tengo pantalón azul —dijo sobándose la nariz con la mano.

—¿Y por eso lloras?

—Sí. La profesora me ha pedido un pantalón azul.

—¿Un pantalón azul? Y ¿Para qué?

—Por el aniversario del colegio habrá un evento con una reina y la profesora me ha propuesto a mí para ser el paje.

—¿La profesora te eligió?

—Bueno, ella dijo que el niño que tenga un pantalón azul, una camisa celeste y una corbata podría ser el paje. Y yo levanté la mano.

—¿Por qué lo hiciste hijo? —preguntó sorprendida la madre— tú sabes que tu papá no gana bien y no estamos en posibilidades. Además, con tu hermano estamos gastando.

Leonardo volvió a llorar y esta vez con un desconsuelo angustioso. No podía explicarse porque la ausencia de dinero volvía tan feliz al hombre.

—Ya no llores —dijo la madre acariciándole la cabeza— mañana iré a conversar con la profesora para explicarle el motivo. Tal vez haya un niño que si tiene la ropa que pidió la profesora.

Él no quería explicaciones de su madre, pretendía simplemente estar junto a ella, a Isabel. Caminar llevándola del brazo frente a todos sus amigos. Sentirse el hombre elegido entre tantos otros. Era probablemente la primera vez que sentía la necesidad de ser parte de ella. Era una sensación desconocida, una experiencia que lo volvía frío como un vidrio. ¿Era el amor? ¿Cómo saberlo? No conocía lo que era ese sentimiento, podía sentir que necesitaba compañía simplemente eso.

oooOooo

El patio lucía adornado con serpentina de colores. Un gran bullicio en todo el patio: niños que corrían de un lado a otro tratando de ganar un lugar en las gradas frente al escenario.

Isabel vestida de rosado sonreía al público escolar. Por primera vez Leonardo la veía maquillada, un peinado burdo desfiguraba lo natural de sus cabellos. El rubor de sus labios despedía un brillo rojizo que se confundía en el sol de la mañana. ¡Estaba hermosa! A su lado derecho un niño perfectamente vestido lo asía del brazo, sonreía con una sonrisa temblorosa que denotaba ser una burla a su verdadera personalidad. “Es Juan Carlos —pensó Leonardo— el muy infeliz sonríe, pero no sabe que ella me está mirando”.

Luego que el Director del colegio la coronó como Reina de la Fiestas Aniversarias, Isabel y su acompañante caminaron hacia el salón del sexto grado donde se iba a realizar un almuerzo. Leonardo corrió y se abrió paso entre los muchachos que los rodeaban. Pudo verla, casi tocarla. Buscó su mirada y jamás la encontró. Ella miraba a todos lados como si buscase a alguien, pero a él no le hizo caso. ¡De pronto! Apareció un niño alto y le dio un empujón con el codo izquierdo impidiéndole acercarse más.

—Es mi chica —gritó el muchacho— no te le acerques tanto.

—¡Mientes! —respondió Leonardo mostrando su rostro ruborizado— ella no es tu nada.

—¡Tú qué sabes! —replicó el muchacho propinándole una trompada en la boca. Leonardo cayó de espaldas y en la caída se rompió el pantalón. Sintió que era imposible pegarle. Sólo miró a la pareja que se alejaba como si nada hubiese sucedido. Un amigo se acercó a levantarlo, pero Leonardo lo esquivó. Contuvo su llanto sin saber por qué le daban ganas de llorar. Se incorporó sintiendo que por entre las piernas un hilo de viento lo refrescaba. No podía aceptar que ella fuese tan indiferente. Recién ahora se daba cuenta que estaba equivocado cuando al verla pasar sonriendo, creía que las sonrisas eran para él. Para su círculo de amigos, Isabel era su enamorada, pero en la realidad ello era un sueño más.

oooOooo

Un día de diciembre la vi con su mamá. Estaba formada y ya en su cuerpo empezaban a notarse los rasgos de una señorita. Era la clausura del año escolar y la última vez que vi a mis mejores amigos de niñez. Recuerdo que ella estaba muy entretenida observando cuando los mejores alumnos de cada aula recibían sus diplomas. Para desgracia mía siempre fui un alumno de medianas calificaciones y solo me limitaba a felicitar a los que recibían sus diplomas. Pero Isabel tampoco era muy inteligente y en el fondo yo sé que se avergonzaba de eso. Cuando la vi alejarse sin haberme siquiera mirado, quise llorar, pero luego entendí que eso era de “mocosos” comprendí que debía acostumbrarme a perder y a ganar. Di un puntapié a la pared de mi salón y salí corriendo a mi casa.

oooOooo

Leonardo despertó sobresaltado por el ruido de la ventana. Escuchó los ladridos del perro en el corral y esta vez abrió los ojos huyendo del sueño. Eran casi las seis de la mañana.

—¿Quién es? —preguntó su madre antes de abrir la ventana— ¿Quién?

—Yo —contestó una voz de mujer.

Leonardo oía atento desde su habitación y por un momento supuso que era la mamá de Antonia que venía por un balde de agua. Entonces dejó de poner atención a lo que conversaban.

—¿Dónde la puedo encontrar? —preguntó la señora.

—No sé, ella ya no trabaja aquí. Viene a veces, pero a visitarnos.

—¡Ay señora! ¿Ahora qué puedo hacer? —un suspiro como de llanto se escuchó en la habitación de la madre— ayer la vieron con ella. Ella debe saber donde está mi hija.

—Debería ir a la comisaría. Los policías lo pueden ayudar.

—Esos son unos desgraciados señora, para todo piden plata.

—¡Sabe!, vaya a la hermana de Antonia, a lo mejor si anoche han estado juntas, allí se han quedado.

—¿Y dónde es su casa, señora? ¡Por favor! Necesito hablar con ella, al menos si mi hija no está ahí, Antonia debe saber.

—Leonardooo —llamó la madre desde su habitación— este muchacho debe estar durmiendo —comentó la madre— Leonardooo.

—Ya voy —contestó Leonardo desde su habitación, mientras se iba poniendo el pantalón.

Mientras caminaba al llamado su madre, quiso entrar al baño a lavarse la cara, pero un impulso lo hizo desistir.

—¿Sí mamá? —preguntó Leonardo.

—Hijo ella es la mamá de Isabel, tu amiga de promoción.

—Ah!, sí, si me acuerdo.

—Joven, ¿Puede enseñarme donde vive la hermana de Antonia? Figúrese que mi hija no ha llegado a dormir y anoche estuvo con ella.

—¡Vamos! —dijo Leonardo mientras sacaba su peine del bolsillo para peinarse con rapidez— Es por aquí cerca.

“Dónde andará señora, la chapera de su hija. Usted llorando con los ojos enrojecidos por el trasnoche, preocupada sin poder dormir y Antonia tal vez durmiendo en alguna cama de un hotel con un hombre a su costado. Durmiendo, cansada luego de haber retozado toda la noche, agotada como si fuera su primera vez. Usted me dice, que tal vez le ha pasado algo malo, yo no le respondo porque conozco demasiado a su hija y sé que Antonia aunque supiera dónde está su hija no le dirá. Yo estuve enamorado de su hija hace ya algunos años, pero ahora todo es decepción. Le cuento que hace algunos días fui a casa de Juan Carlos, él me mostró una foto donde aparecía Isabel el día de su coronación como reina. ¿Qué me va entender? Me reí cuando observé que en esa época a Isabel le faltaba un diente, su cara mostraba pecas y era además recontra flaca. Mis recuerdos entonces se desvanecieron pues siempre la imaginaba bella y sensual. ¡Claro! En ese tiempo ella no era una “jugadora” como ahora. No. No lloré señora, ya verá que pronto aparecerá sin ninguna mancha.”

Antonia salió con el rostro cabizbajo, despeinada y legañosa. Al verla la señora empezó a llorar.

—Tú sabes dónde está mi hija, estuviste con ella anoche. ¡Por favor! Dime dónde está.

—Bueno aquí no está —contestó Antonia— estuve con ella anoche pero luego se fue a otro lado.

—¿A dónde? ¿Con quién?

—No sé, la verdad no sé a dónde iría.

—¿No sabrás a dónde habrá podido ir? Eres su amiga, debes saber por lo menos con quien estuvo.

—No sé señora —contestó repulsiva— ya le dije que no sé nada. Yo me vine a descansar y su hija se quedó en la disco.

Era imposible sacarle alguna palabra que sirviese. Antonia cerró la puerta sin despedirse. La madre de Isabel regresaba con el rostro abatido. Leonardo caminaba a su lado sin decir una palabra. Al llegar a la comisaria, Leonardo sintió escalofríos y se despidió con prisa. Estaba contagiado de tristeza. “¡Pobre mujer! Tener una hija así y no saberlo”.

oooOooo

A los dos meses la encontré en el mercado. Estaba más flaca y con la cara demacrada, la barriga abultada. Pasó rosándome y no me miró ni yo tampoco quise saludarla. “Eso es lo que querías” —pensé.  

Algunos amigos me contaron que su marido le pegaba. Los habían visto varias veces en la comisaría. Ella golpeada y él en completo estado de embriaguez. Desde el día en que ambos huyeron al hotel Castillo su vida cambió del placer de una noche a una eterna pesadilla. Isabel conservaba aún los rasgos indelebles de una sensualidad tosca, pero sin embargo incitante. Ahora quisiera encontrarla a solas por alguna calle, por el simple loco deseo de preguntarle si aquella tarde en la escuela cuando me vio en el piso se fijó o no en mí. Creo que todo esto es una tontería rozando a la locura. Nunca siquiera escuché su voz de niña diciéndome ¡Hola! Y aun así tengo la ilusión que yo existía en sus sueños escolares.

II

El tiempo se fue quedando atrás como una visión fantasma. En un abrir y cerrar de ojos dejé de ser un niño. Ahora empezaba a nacer en mí, el sentimiento de la soledad, la sensación y el deseo de tener una mujer y darle lo que uno tiene dentro. Es una fuerza, una potencia que necesita desfogar su energía para seguir viviendo.

Era el primer año de secundaria. Me fui olvidando de Isabel, tal y como se olvida un mal sueño. Por aquellos días mi vida hasta entonces sosegada se fue expandiendo hacia los linderos del amor incipiente. Ya no me conformaba con ver a las chicas sólo los días de actuaciones o las mañanas de biblioteca. Ahora necesitaba nuevas vivencias, hallar nuevas sensaciones. Con Alberto y Fay nos evadíamos del colegio, trepando las paredes. Tomábamos el microbús y nos íbamos a la ciudad, casi siempre a la plazuela Bolognesi frente al colegio Modelo. Ahí encontrábamos a muchachos de la GUE, del San Juan y de otros colegios que al igual que nosotros esperaban por la hora de salida de las alumnas. A diferencia de nosotros, ellos casi siempre esperaban a sus enamoradas mientras nosotros únicamente mirábamos; nos contentábamos creyendo que alguna chica nos había sonreído. Algunas veces íbamos detrás de pequeños grupos de chiquillas, las cuales al percatarse empezaban a empujarse, riéndose y deteniéndose de improviso. Nunca llegamos a conversar con ninguna a pesar de que ya nos conocían y sabían de donde veníamos. Las fugas no nos trajeron buenos resultados, por el contrario, nos premiaron con una expulsión de cinco días y desde esa vez terminaron nuestros paseos.

Ahora me conformaba mirando a las chicas de mi colegio a la hora de salida o el día de actuaciones que era cuando nos reuníamos los dos turnos de mujeres y hombres. Algunos de mis compañeros tenían enamorada y cada quien se sentía ya un verdadero seductor cuando caminaba con una chica a su lado. Entonces contagiado por aquella moda empecé a mirar a varias muchachas, entre ellas a Diana, una chica de cabellos lacios, sonrisa contagiosa y una serena y dulce manera de caminar. Era una costumbre que en las actuaciones intercambiásemos miradas y sonrisas sin prestar mucha atención a los números artísticos. Diana con sus dos amigas caminaban alrededor del patio y nosotros las seguíamos de cerca. Se notaba en el rostro de Diana una admisible galantería y hasta habría podido jurar que al igual que yo, se había enamorado. ¿Pero cuánto tiempo más podríamos seguir así? ¡Cuánto tiempo en esa silenciosa agonía! El año se estaba terminando y en nada progresaba nuestro idilio. Yo trataba de encontrar un pretexto para empezar un diálogo y no lo conseguía.

Un día cuando faltaba menos de un mes para terminar las clases, se acercó Jessenia a prestarme un cuaderno. En el fondo sus intenciones eran otras, siendo amiga de Diana supuse que el único motivo de su acercamiento era para contarme algo de ella. Me puse nervioso como si fuera la misma Diana la que me hablaba —“es la mejor forma de contactarnos”, pensé—con temor infundado le pregunté su nombre y ella sin mucha prisa me contestó que no me hiciese el tonto, que sabía muy bien cuál era su nombre. Eso me dio valor para hablarle con más libertad y preguntarle por Diana. Fingió no saber nada de lo que sucedía entre los dos y me contó que Diana era muy católica y que iba todos los domingos a la misa de la noche. Me guardé mis temores y le pregunté a qué iglesia, por un momento no quiso responderme, mas luego me dijo que a la iglesia Virgen de la Puerta. Me sentí emocionado, por primera vez sentía que algo real podría suceder entre ella y yo.

Desde aquel día pasé las noches sin poder dormir, soñaba con verla salir de la iglesia, sola, sin nadie que nos interrumpa al encontrarnos. Se me hacía difícil dormir sin verla. Todas las noches salía inventando mil pretextos, caminaba hacia su casa en la oscuridad de la noche con la esperanza de encontrarla o verla salir. Me detenía en la esquina de su casa simulando esperar a alguien. De vez en cuando caminaba a dos cuadras de distancia y volvía al mismo lugar. Concentraba mi mirada en la puerta vieja sin pintar. Por momentos me daban ganas de acercarme y tocar esa puerta, con la esperanza que Dianita apareciera frente a mí, pero ¿Que podría decirles si a cambio me abría la puerta su papá o su mamá? Cuando las ansías de ver su sonrisa eran inmensas, la espera llegaba al delirio. Creía falsamente que ella saldría en cualquier momento sabiendo que yo estaba afuera, esperándola. Era en esas ocasiones cuando los libros empezaban a proyectar en mi cerebro creencias ocultistas y telepáticas. Seguía los métodos de concentración recomendados por tantos escritores místicos y me arrojaba hacia la experimentación de una comunicación telepática con la fe de que ella me podía escuchar. “¡Ven Diana, te estoy esperando! ¡Por favor! Escucha mi mensaje. No es una ilusión sino una realidad. Te estoy hablando, yo Leonardo, tu amor. Sólo una pared nos separa. ¡Sal! Abre tu puerta, mira hacia la esquina y me verás en el frío de la noche, esperándote…esperándote…” Fijaba mi mirada con más ímpetu, esperando a que la puerta se abriese. Nada, nada. ¡Maldición! ¿Por qué tenía que pasarme esto? A veces eran hasta dos horas de espera, en vano. ¿Qué hacer? Tal vez ella estaba durmiendo o haciendo sus tareas escolares. Era lógico que al día siguiente tenía que levantarse temprano para ir al colegio. Me estaba volviendo loco, loco de amor.

Mucho más loco me volví el día que supe que Esteban estaba también enamorado de ella. Ahora que tenía un rival, debería salir más temprano, llegar antes de ese individuo. Aunque me sentía el único hombre de Diana, no podía arriesgarme a perderla. Tenía que decirle que se cuide, que había un tonto con cara deformada, con pelos de puerco espín que quería enamorarla. Pero, si yo era su hombre ¿Por qué no defenderla? Dos veces lo intenté y las dos recibí como respuesta un empujón y un ¡Carajo! Era imposible golpearlo, Esteban era mucho más alto. “Si no puedes con tu enemigo, únete a él”. Seguí este proverbio como recomendación. Cuando fui adhiriendo mis intenciones a las suyas, un traumatismo de inmadurez me sacudió y me arrepentí de haberle contado tantas cosas. Fue muy tarde, ya le había dado mi palabra para participar en aquella primera tentativa de enlace. 

oooOooo

—¿Estás seguro que va todos los domingos a misa? —interrogó Esteban estrechándole la mano.

—¡Claro! —contestó Leonardo aspirando una fragancia demasiado fuerte— usas colonia de mujer —sonrió.

—Anda sapo —dijo Esteban dándole una palmada en el hombro— ¡en serio! —prosiguió continuando con el tema de Diana— ¿En serio su amiga te dijo eso?

—Sí —contestó Leonardo algo molesto.

— Vamos pasando por su casa, a lo mejor la encontramos —propuso Esteban sin ningún aspaviento.

—¿No te parece muy riesgoso? —preguntó Leonardo con algo de timidez.

—¿Riesgoso? ¿Por qué? Nos vamos a misa, ¿Qué tiene de malo que pasemos por su casa?

Leonardo caminó conteniendo la respiración. Trataba de conservar la calma, sin conseguirlo. Esta vez tendría que ser cierta la comunicación telepática, ya no podía fallar. “Diana, ¡Por favor! Si estás en tu casa, ¡No salgas! ¡Detente un rato más! —suplicó con fuerza cuando pasaban frente a la casa— ¡No salgas! ¡No salgas! … gracias, gracias mi amor”.

—Es posible que la encontremos en la otra calle —dijo Esteban volviendo a mirar atrás para observar la casa de Diana— No creo que haya llegado ya a la iglesia.

—¿Y si está en su casa? —intervino Leonardo como si se hubiese sacado un peso de encima— ¿Y si hoy no va a misa?

—¡Carajo! —repuso Esteban— tú dices que siempre viene. Vamos hacer una cosa —Esteban presionó con su dedo índice el pecho de Leonardo— si la encontramos le hacemos la parada. Si está con una amiga de una u otra forma hacemos que desaparezca. La meta es conversar con ella a solas.

Leonardo dio unos pasos en silencio como si no hubiese escuchado lo que Esteban terminaba de decirle. Por un momento olvidó que alguien lo acompañaba y se sintió solo buscando a su dulce amor.

—¿Para qué vamos a conversar con ella a solas? —dijo con algo de temor.

Esteban se metió las manos en los bolsillos del pantalón y lo miró de reojo.

—¿Cómo que para qué? Simple, cuando hablemos con ella le preguntamos de quien de los dos está enamorada. ¡Disimula! ¿Disimula! —dijo murmullando, cuando al doblar la esquina se encontraron con dos muchachas.

Leonardo tuvo miedo de que una de ellas fuese Diana, sin embargo, para su tranquilidad ninguna fue Diana.

— Yo pensé, ¡La encontramos! —continuó Esteban— pero ya sabes, si ella contesta que tú eres el elegido yo me quito y te dejo solo, ya tú sabrás qué hacer. Si dice que yo le gusto, entonces desapareces y te quitas a tu casa a llorar. ¿Está bien?

Leonardo lo miró asombrado de su cinismo y tuvo vergüenza de haberse metido en ese absurdo juego.

—¡De acuerdo! —contestó cruzando los dedos.


“Este templo tiene calor, recibe la respiración de ¡tanta gente! que viene. Algunos por fe y otros como yo, por simple conveniencia. ¡Dios! líbrame de todos los males, concédeme la paz en mi conciencia. No quiero herir a nadie. Esteban es un anticristo, trata de arrebatarme lo que más amo. ¡Dios mío! Tú sabes que me gusta, que me muero por estar con ella. No permitas que este mañoso que está a mi lado me la quite, no lo permitas. Desde aquel día que la vi sentada junto al monumento, desde aquella mañana de Setiembre mi mente sólo se ocupa de ella. Si la pierdo no tendré nada, si la pierdo nada será importante; aunque parezca tonto, ¡Dios! Cuando salga de tu iglesia acompañado de este tonto no quiero encontrarla, que sea mañana a la hora de salida; que me encuentre con ella en la puerta del colegio, que me mire, que esté Jessenia para que me la presente. ¡Dios! ¡Perdóname! Si no recibo la hostia, estoy demasiado nervioso y no me he confesado. Tal parece que Esteban, sí, es un sinvergüenza; comulgar teniendo tantos pecados, ¡Perdónalo!

Diana, Diana, ¡mi amor! , ¡te amo! Si otros pudieran leer mi pensamiento me daría vergüenza, qué otros sepan lo mucho que te amo. Quiero que tú, sólo tú sepas lo mucho que me importas.”

 

Al salir de la iglesia encontraron a Jessenia en la puerta, Leonardo no quiso mirarla, pero sin proponérselo pudo ver que se reía de él.

—¡Pregúntale!, ella debe saber porque no vino —gritó Esteban empujándolo hacia Jessenia.

Leonardo se hizo el desentendido y caminó hacia el otro lado. Sonrió. Le parecía gracioso salir de la iglesia acompañado de un rival de amores. Jessenia corrió para abrazarse de una muchacha y ambas se rieron con burla. Leonardo quiso regresar, sin embargo, Esteban lo alcanzó cogiéndolo del brazo. Resignado a su compañía le invitó un Chiclets.

—¡Mierda! ¡Mira! —gritó Esteban exasperado en el silencio de la calle— ¿No es ella? ¿No es ella? ¡Carajo!

Leonardo miró hacia un rincón, junto a un poste vio la silueta de dos personas que se besaban. Su corazón comenzó a latir descontroladamente, sus manos ya no tenían un punto fijo. ¡Era ella!, ¡era ella!

—Sí, sí —exclamó Leonardo— ¡Es ella!

—Estamos perdidos compadre —intervino Esteban, mirando a la pareja de reojo.

—Sí —repitió Leonardo apresurando el paso.

Al llegar a la esquina caminaron a la izquierda y sin decir palabra agacharon la cabeza. Leonardo sacó del bolsillo de su casaca una botellita de ron Cartavio. Esteban lo miró interrogante.

—Era para darme valor —dijo Leonardo destapando la botella— no la necesité, pero ahora creo que sí —bebió dos tragos y se la pasó a Esteban— ¡Está buena! —dijo frunciendo el ceño.

—¡Somos unos salados! —Esteban bebía con desesperación— ¡Piñas!

Siguieron caminando, pasándose la botellita como si fuese una bola de fuego. Al llegar a una esquina Leonardo la arrojó con fuerza contra una puerta vieja. Tuvieron que correr dos cuadras para sentirse libres de que alguien pudiese alcanzarlos. Atrás quedaba Diana, sonriendo, besándose con un muchacho flaco y enclenque; besándose en la oscuridad y el frío de la noche. En su mente, una voz llorosa le enviaba un último mensaje telepático: ¿Por qué me has engañado? ¿Por qué”

III

Tenía entonces 14 años, Teresa vivía a una cuadra de mi casa; esto me permitía poder mirarla desde mi puerta. En las mañanas me levantaba muy temprano, calculando estar lo suficientemente despierto como para mirarla desde mi ventana, vestida con su uniforme de colegio. A veces ella me sorprendía mirándola, sin embargo, yo sabía que le gustaba pues me sonreía y seguía caminando coquetamente. Se me hizo costumbre verla pasar. Así podía recibir el día con alegría. Los sábados y domingos por las mañanas la encontraba en el mercado, a veces con su mamá, y otras veces sola. Al cruzarle la mirada ella se sonrojaba y yo me ponía más nervioso, no me atrevía ni siquiera a decirle: ¡Hola! Siempre me ocurría lo mismo, me odiaba por eso, por ser tan cohibido. Cuando nos encontrábamos en la bodega, actuábamos como si no nos conociéramos. Ella me ignoraba y yo hacía lo mismo. Los domingos por la tarde ella salía a la puerta de su casa y yo la miraba a una cuadra de distancia; a lo lejos podía captar su sonrisa y ver su silueta delante del brillo del sol.

La suerte pareció acompañarme cuando su madre empezó a visitar a la mía de manera frecuente. Teresa la acompañaba cuando las visitas eran nocturnas. La respiración se me aceleraba cuando al abrir la puerta de la calle aparecía ella del brazo de su mamá. Su sonrisa me cautivaba y a las justas podía balbucear un saludo de buenas noches; corría a llamar a mi mamá y me metía en mi habitación tratando en vano de leer mis libros; la conversación que se desarrollaba en la sala me desconcentraba. No podía resignarme a no verla y salía con mis cuadernos a la mesa de la sala, ésta era mi aliada pues cumplía un lugar estratégico. Desde ahí podía mirar a las visitantes. Con el transcurrir de los minutos, Teresa mostraba su aburrimiento al estar callada sin poder decir palabra alguna. Entonces yo la miraba de improviso y ella me sonreía. A opinión de mi madre yo era un muchacho estudioso que no dejaba de escribir y leer, pero la verdad era que mis libros y cuadernos eran sólo un pretexto.

Desde aquellas visitas el silencio de los encuentros llegó a su fin; ahora nos saludábamos por la calle o a la salida del colegio, pero algo había cambiado en mí, ahora me sentía comprometido y casi obligado a declararle mi amor. Entonces me volví un cobarde, ya no tenía el valor para sentarme como antes en la sala. Cuando llegaba con su mamá, les abría la puerta y me iba corriendo a mi cuarto sin tener la fortaleza de poder salir. Si mi madre me llamaba, salía con una vergüenza atroz, sin poder hablar, tembloroso y retraído. ¿Qué haría? ¿Cómo proponerle a que sea mi enamorada? Algunas veces pensé renunciar a ese amor y quedarme en ese punto de solo mirarla; ser feliz sólo con eso. ¡No podía! ¡La amaba! Tendría que luchar contra mis temores.

oooOooo

La puerta se abrió, una ráfaga de luz pudo apreciarse desde lo lejos; un hombre de edad avanzada salió con un balde a regar la calle.

¡Dios mío! —pensó Leonardo— no se ha dado cuenta del sobre, creo que hasta lo ha pisado sin darse cuenta. En esos momentos se sentía esclavo de su propio miedo, la idea de que la carta pueda ser leída por el padre de Teresa le causaba escalofríos. ¿Por qué no había conversado mejor directamente? así no habría habido tanto riesgo, ¿Qué tal si lograban saber que la carta era suya? ¿Qué pasaría si Teresa al ver que el remitente llevaba el nombre de Ruth abría la carta delante de todos? Entonces sí que estaría perdido, bastarían unas cuantas líneas de lectura para darse cuenta que esa era una carta de amor y no una carta de amigas. Era el grito de un hombre profundamente enamorado que con temor dejaba al final de la misiva los iniciales de su nombre. La sangre se le subía a la cara mientras trataba de recordar cada línea escrita.

El hombre se inclinó y recogió el sobre, miró a ambos lados de la calle y se perdió en el interior de la casa. Ahora sí, el hecho estaba consumado; el riesgo estaba en su punto más alto.

—Leonardo —dijo un niño acercándose— ha sido fácil, la cosa era dejar el sobrecito junto a la puerta. ¿Ha salido alguien?

—No, todavía —contestó Leonardo— a lo mejor ni lo encuentran hoy día.

—No creo —dijo el niño parándose frente a él como si esperase algo.

Leonardo quiso liberarse de él, sacó dos monedas de su bolsillo y se las entregó. El niño se fue saltando de alegría.

El temor de que la madre de Teresa se enojará por ese asunto de la carta lo llenó de sudor en todo el cuerpo. Mintió a su madre diciendo que iba a casa de Eduardo y pasó dos horas en el parque, sentado, tratando de encontrar una esperanza en ese amor contradictorio. 

oooOooo

“Esa misma semana la prima de Teresa vino a mi casa. Me preguntó si había sido yo quien la había escrito. No le contesté, pero mi actitud nerviosa fue interpretada como una aserción. Tampoco tuve el valor de preguntarle cual fue la reacción de Teresa. Desde ese día esperé una respuesta escrita quizás en un papelito dejado por mi jardín, pero los días fueron pasando y nunca recibí ninguna nota o carta.

En el colegio a la hora de salida me quedaba parado junto a la puerta, con la ilusión de que una de sus amigas pudiese ser la mensajera de la ansiada respuesta. Cuando accidentalmente por fin nos encontrábamos, ella me esquivaba y disimulaba no verme; yo me sonrojaba, avergonzándome como si hubiera cometido un pecado capital, no me sentía capaz de poder mirarla a los ojos. Existía en mí una resignación tonta a dejar de amarla, como si hubiese hecho una apuesta demasiado alta para un premio tan soso. Cuando el temor se iba, me ponía a pensar que quizás Teresa esperaba a que la hablase directamente, sin cartas ni papeles. ¿Una carta? ¿Qué es eso? Solo un papel lleno de letras con verdades o mentiras que únicamente el remitente puede descifrar. Sin embargo, era mejor todo eso al silencio, Teresa tenía que darse cuenta que no todos los hombres podemos someternos a una declaración de amor.”

La respuesta solo fue una esperanza, aunque Leonardo excusaba el silencio de Teresa aduciendo a su timidez femenina. “Tiene miedo a decir que sí”, esa era la frase que repetía a sus amigos. En la oscuridad de sus pensamientos nocturnos la verdad iluminaba su mente, por las mañanas despertaba con un ánimo voluble que se iba desvaneciendo hasta la hora en que la veía salir del colegio y empezaba a buscarle mil defectos para quitarse el enamoramiento de encima. Recordaba que lo máximo que logró hacer fue tocarle la mano el día de la fiesta del aniversario del colegio. 

“Aún me gusta, pero ya no como antes, Teresa no se da cuenta que estoy pasando frente a ella; tal vez se hace la disimulada porque estoy caminando con Martha que se ha cogido de mi brazo. Quiero que me mire para saludarla, pero sé que no lo hará. ¡Qué raro! Ayer pasé y nos saludamos, hoy se hace la que no me mira. Los años no pasan en vano, siento nostalgia cuando recuerdo aquellas tardes cuando salía a la puerta de mi casa para mirarla de lejos; ella siempre con una ropa diferente, la veía sexy y me imaginaba corriendo para darle un beso. Los tiempos cambian, ahora estoy a pocos días de casarme y aún espero una respuesta extemporánea. Cuando veo a Teresa me siento otra vez adolescente. Quisiera retroceder la historia de mi vida hasta esos días cuando me vestía el uniforme de colegio y me miraba en el espejo ensayando sonrisas para conquistarla.