Turismo


De México con Amor

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  • Abril 2020

La policía se lo llevó y yo me siento en parte culpable. Se nos terminó el gas a la hora del desayuno y la única opción fue llamar por celular y pedir un balón. Una voz me respondió y ahora sé que entre la duda y la necesidad una de las dos pudo más. Hoy domingo 5 de abril estamos en cuarentena total sin poder salir (por culpa del coronavirus), quizás este buen hombre al igual que yo lo había olvidado. Lo detuvieron en la puerta de mi casa cuando ya acomodaba el balón vació en su motocicleta y yo todavía no le había pagado. Los policías no escucharon la explicación, se lo llevaron a él y a su vehículo y por poco yo voy de compañía. Su camiseta con el logo de Z Gas apenas la puedo ver a la distancia, entre una nube de polvo que se pierde en el cielo recuerdo un avión y cierro la puerta; la cocina desprende una llama azul y yo me pongo a escribir:

Una noche mi amigo José, taxista que trabaja en el hotel Costa del Sol del Golf, me llamó a consultarme si podía hacer un tour al día siguiente. Le respondí afirmativamente, no sin antes preguntarle —como lo hacemos casi todos los guías de turismo— si el servicio era en inglés, qué cuantos pasajeros eran, y de qué nacionalidad. Como dice mi amigo William la propina se calcula de acuerdo a esas respuestas, pero José no me quiso responder y así con esa incertidumbre no pude dormir con tranquilidad.

A la mañana siguiente, como habíamos acordado me recogió con su auto en el ovalo Mansiche y nos dirigimos al aeropuerto. En el camino volví a preguntar lo mismo, pero mis palabras no tuvieron sonido. Lo único que me dijo José es que en su auto no haríamos el servicio; un minibús de Turismo Milagritos nos estaba esperando en la en el aeropuerto. Suspiré con alegría, sería un grupo, según mis cálculos de más de veinte personas.

El vuelo de Latam llegó y yo sin cartel porque José conocía al pasajero principal; quise ir a la puerta de salida de pasajeros, pero él me explicó que no era necesario porque los pasajeros llegaban en un avión privado que ya había salido de Lima. Esa respuesta hizo que mi billetera me diera golpecitos dentro de mi bolsillo. Finalmente, pude ver por el vidrio transparente de la sala de embarque la llegada del avión privado que llevaba el nombre de Z Gas. Con José nos dirigimos a la puerta de salida para recibir a nuestros pasajeros. Sólo en ese momento pude saber que estos eran solo cinco: el mexicano Miguel Zaragoza, dueño de la empresa quien venía acompañado de su hija, su yerno y su nieto así como del gerente de Z Gas en el Perú.

Salimos del aeropuerto con dirección a Chan Chan pero en la ruta el gerente me explicó que el señor Miguel quería ir primero al ovalo La Marina donde tenían su planta de almacenamiento. Como pude les expliqué un poco de la historia de Trujillo y de sus civilizaciones prehispánicas, sin embargo, los ilustres visitantes iban entretenidos en una plática familiar y por instrucciones gestuales fui advertido de no interrumpir. Al llegar a la planta de gas me limité a caminar detrás de ellos y guardar silencio. Se tomaron cuarenta minutos en recorrer las instalaciones mirando como repintaban los balones de gas y luego cómo los iban llenando.

Al volver al minibús propuse visitar las Huacas del Sol y La Luna pero el señor Miguel no lo consideró importante “En México ya he visto muchas pirámides y de piedra” comentó. Instruí a nuestro conductor ingresar al centro histórico de Trujillo para poder bajar en la Plaza de Armas con el propósito de visitar la casa Urquiaga y La Catedral. Consideré ello como lo más conveniente pues el gerente me había comentado que el siguiente punto de visita empresarial era el distrito de La Esperanza, lugar donde construirían una estación de gas. Al llegar a la Plaza de Armas miré mi reloj y eran casi las once de la mañana. Empecé mi discurso sobre la historia de la ciudad, resaltando la riqueza arquitectónica de Trujillo, pero otra vez el señor Miguel: “Ya hicimos una visita de la ciudad de Lima y nos gustó mucho y con eso suficiente. Vamos nomás”. Pasamos frente a la Catedral y mis turistas mirando sus celulares comentaban entre ellos sobre sus fotos tomadas por la mañana durante el desayuno. Nadie miró ni de reojo la gran Plaza de Armas.

Otra parada para visitar lo que iba a ser una estación de combustible, pero que por el momento se reducía a un amplio terreno cercado por piedras. Solamente bajó el señor Miguel y el gerente, y bueno yo que hacía las veces de edecán. La fuerza del sol nos obligó al retornar al minibús luego de tan solo diez minutos. Ya a ese punto mi función como guía de turismo estaba en duda, sin embargo, aún me quedaba un as bajo la manga, la joya de la corona: Chan Chan. Sentados en el minibús, sosegados por el aire acondicionado les expliqué de la importancia de la ciudad de barro y sus 14 kilómetros cuadrados de extensión, además Patrimonio Cultural de la Humanidad. Por fin escuché la voz de la hija que me quería hacer una pregunta, mis ojos seguramente brillaron en ese instante:

— Joven, ¡un favor! Hace un rato vi a un vendedor de caña de azúcar en bolsita, si acaso encontramos otro en el camino ¿Podríamos parar para comprar?”

Era evidente que la arqueología tampoco era del interés del respetable grupito. Antes de que pudiera decir palabra al conductor, éste se estacionó frente a una plazuela donde vi al otro lado de la avenida a un hombre que vendía cañas en un triciclo. La hija del magnate sacó de su billetera un billete de 50 soles y me los dio. Crucé corriendo y lo primero que me pidió el vendedor “con sencillo porfa”. Compré tres bolsitas y corriendo subí al carro. “El hombre no tenía sencillo, le pagué 3 soles” y la señora: “Ok. No se preocupe, luego le alcanzo su dinero”.

Un letrero azul nos indicaba que estábamos a la entrada de Chan Chan y yo saqué mi sombrero chalán y les mostré a los pasajeros para sugerirles que íbamos a caminar un poco bajo el sol. Pero, nooo, otra vez el señor Miguel: “No tiene objeto caminar entre tanto barro. ¡Vamos nomás! ¡Vamos almorzar en Miraflores!” Todos asintieron y yo seguramente tenía los ojos brillantes porque sentía que algunas lágrimas se habían fugado a pesar que traté en vano de retenerlas. El horizonte se fue moviendo a 80 kilómetros por hora, en silencio comprendí que no hay peor ciego que el que no quiere ver. Pensé en positivo: aún no era el mediodía y ya estaba terminando mi tour por el cual José me iba a pagar directamente en efectivo; y lo mejor estaba por llegar, seguramente una jugosa propina.

Al estacionarnos frente a la puerta principal del aeropuerto fui el primero en bajar. Vi que el señor Miguel le decía algo a su hija a modo de secreto, pero al despedirlo junto a la puerta del minibús ni siquiera me dio la mano; luego descendieron el nieto, el gerente y el yerno. La hija se había quedado al final y seguro me devolvería el billete de 50 soles en señal de agradecimiento. Emocionado la esperé cogiendo mi sombrero con ambas manos.

—Señor —me dijo al bajar— ¡Qué lindo su sombrero! ¿Usted cree que en Lima podré encontrar uno igual? —siguió caminando lentamente hacia la puerta.

Le dije que no, que era típico de Trujillo y que no se preocupara, el sombrero era suyo. Sólo en ese momento se detuvo; cogió el sombrero y sin decir nada más se despidió mostrándome la palma de su mano.